¿Quién dijo miedo?

A Roberto A., cuando cumplió los 60 años le entró un ataque de pánico. Irracional, como él mismo confiesa, pero no por ello menos angustioso.

—No sé por qué me ocurrió, la verdad. Pero lo cierto es que el día de mi cumpleaños tuve un bajón que casi no puedo volver a levantarme. Me habían preparado una comida, a escondidas, de las que no te menees. Lo justo para pasarlo bien y comprender que todavía tenía la capacidad y la potestad, al estar vivo, de celebrar el cumplir años.

»Mi mujer se había encargado, a la chita callando, de llamar a los amigos y reservar la enorme mesa en un restaurante que me gusta mucho. Se come estupendamente; la fritura de pescadito es la bomba y la ensalada marinera, de cine y son muy simpáticos. El comedor principal es muy grande, pero luego tienen otro más pequeño, que lo dejaron para nosotros.

—¿No llegó a enterarse de lo que estaba preparando?

—No. Trataba de no pensar en que dejaba atrás la cincuentena para entrar en otra década que me llevaba a la puerta de la jubilación. También es verdad que no pensaba, ni por asomo, que cogería la perra y la depre que pillé.

—Vaya plan para su mujer y los amigos.

—Pues sí. Si me hubieran hecho a mí lo que yo les monté, después de haberme dedicado a la preparación de la comida, me doy la vuelta y dejo al del cumpleaños más solo que la una.

—Pero, ¿qué pasó?

—A medida que se acercaba el día, estaba triste, callado, nervioso, asustado. Pasaba de una cosa a la otra con una rapidez inusitada y no había forma de frenar. Mi mujer estaba mosca, pero metida en la comida, regalo especial y etcétera, no me hacía ni caso.

—Se lo hacía pero de otra manera.

—Sí, claro, para y por la fecha de marras…

—Pero usted necesitaba mimos.

—Y que me acunara porque estaba a punto de despeñarme.

—¿No exagera?

—Seguro, pero dígale eso a quien se hunde más y más.

—Ni que le hubieran dicho que veinticuatro horas más tarde se iba a morir.

—¡Premio! ¡Ésa es exactamente la sensación que tenía!

—Por lo que se ve no se ha muerto y encima no ha disfrutado de la fiesta. ¿Qué fue del numerito?

—Amanecí lívido. Las piernas se me habían quedado rígidas y no podía moverme. A Carmen le dio la risa cuando ya, por fin, comprendió lo que pasaba. Me achuchó, animó, el desayuno fue de lujo y, yo, que si quieres arroz Catalina. Ella esperaba que mi actitud cambiara para la hora de la comida pero, sólo empeoraba… y pasó a la acción. Así como la española cuando besa es que besa de verdad…, cuando se cabrea es una enormidad.

—¡Qué suspense, señor!

—Primero me puso de vuelta y media. Descansó. Yo, mudo. Después, me acorraló. Yo, encogido. Y por último, llamó a todos los invitados y les contó —muriéndose de risa— todo lo cagueta que era su marido. Y rubricó diciéndoles que yo me quedaba en casa y que ella se iba con ellos a celebrar el nacimiento de un tontaina sesenta años atrás y que a pesar de tanto tiempo como me había dado la vida para aprender, iba para atrás como los cangrejos.

—Parece natural, alguna manera habría para que dejara de portarse como un niño. ¿Qué pasó después?

—Que se fueron sin mí y se rifaron los regalos entre ellos mientras yo veía pasar el tiempo sin que se me cayera la lámpara encima, ni me diera un infarto. En un momento determinado de la tarde noche, mi mujer todavía no había aparecido, recibí la llamada de un hotel de lujo anunciándome que tenía una habitación reservada a mi nombre y que si no aparecía antes de la nueve de la noche se me cargaría a mi tarjeta.

—¿Qué hizo?

—De tripas corazón y marchar para allá. Pedí la llave, subí a la séptima planta y entré en la 777.

—¿Le esperaba alguien?

—Pues no. Sólo una nota que decía: «El que con niños se acuesta excrementado alborea. Tienes un año para espabilar o tu mujercita se separará».

—¿Ella no fue?

—No. La noche en el hotel hubiera sido el fin de fiesta para los dos, pero como me conocía puso el cargo a mi cuenta.

—¿Se quedó?

—Pues sí, era mi propio regalo. Del susto al ver la factura se me quitó el miedo.

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