Karmele T., tiene 61 años, es de esas enfermeras que han pasado mucho tiempo ayudando a ONGs en zonas en conflicto y a la que acaban de jubilar. Es tan intrépida que se marchó a Yemen, uno de los países que el Ministerio de Asuntos Exteriores recomienda evitar por peligroso. Sin embargo allí que se presentó, sola, en un mundo de costumbres desconocidas.
—Pues sí también he estado por territorios prohibidos, y aunque no sin temblores de piernas, estuve en las montañas de los secuestros.
—¿La montaña de los secuestros?
—En un lugar en el que los yemeníes secuestran a quien pueden y le tratan bien hasta que la Embajada se pone en contacto con ellos y, supongo, hace algunas concesiones.
—¿La secuestraron?
—No exactamente. Estuve ayudando en el parto a una mujer.
—Algo así como pasaba por aquí y…
—Así es. Y lo bueno que tuvo la colaboración es que durante unos días viví lo que viven los secuestrados pero sabiéndome libre.
—¿Cómo fue?
—Me dejaron una cabra para que la ordeñara y tomara la leche fresquita. Me invitaron a salta y ful, que son unas sopitas con todo lo que encuentran por la casa. Me prestaron su alfombra para los rezos; una piel de cordero recién matado para que me abrigara y, si hubiera querido, al hijo mayor para… ya me entienden. Pude lavarme en el hammam comunitario de las mujeres —no suele estar muy sucio, porque ellas sólo acuden en la temporada de lluvias—; y me dejaron bajo el amparo de la mudarasa, quien sabe cómo tratarte a la perfección.
»Me quitó las ropas indecentes que llevaba al pecar de occidental y me vestí con el último modelito de la última fallecida de la tribu: color negro roto. Si hubiera querido pasear, no hay cuidado, toda la tribu estaba dispuesta a venir conmigo hasta el fin del mundo…
»Si veían que me agachaba… ellos se agachaban conmigo y si estaba estreñida —nada más lógico por el cambio de alimentación— sufrían conmigo el tiempo que estuviera en cuclillas. Observaban cómo mis deposiciones son distintas a las suyas —la nuestra suele ser compacta— la de ellos ligera, se filtra rápidamente en el subsuelo, por eso, a pesar de los montones de basura que se encuentran en los secarrales montañeses, nunca pisarás excrementos humanos. Sonará a chiste pero lo tienen todo previsto, hasta el metabolismo.
»En fin al cabo de unos días, cuando se cansan y han descubierto todo sobre tu humanidad, te hacen un bailecito de despedida y te devuelven a la civilización. Entonces agradeces efusivamente su hospitalidad y prometes volver… «La próxima vez nos lo montaremos mejor», les dices, y ellos ríen y ríen felices de haber hecho una amiga para toda la vida.
»Te sueltan montaña abajo y allá te las entiendas con el embajador, si es que te pide explicaciones y si no lo hace, a seguir viaje.
—¡Qué aventura! ¿Tuvo miedo?
—Nunca. No había motivos. Sólo me cuidaron y enseñaron a compartir y a respetar a aquellos que no piensan como tú pero que viven alegres a pesar de sus dificultades.
—¿Seguirá viajando sola?
—Sí, aunque no me importaría hacerlo acompañada si tenemos el mismo propósito: aprender a bajarnos de ese prurito de ciudadanos del primer mundo. ¡A saber qué significa eso! Pero, por favor ¿de qué presumimos si somos unos analfabetos integrales en los países del llamado tercer mundo?