Ya no podemos decir tan alegremente que todos los días tenemos un encuentro sexual. No vale la pena engañarnos a nosotros mismos y a los que podríamos contarles una historieta, tampoco se lo creerían. Con estos años tener un encuentro sexual diario y satisfactorio, ya es para entrar en el Guinnes. No es porque se nos haya olvidado hacer el amor, es simple y llanamente porque con los años hemos ido incorporando a la geografía de nuestros cuerpos cierta pereza, ciertos cambios que alguna vez consiguen que no nos reconozcamos ante el espejo, mientras el deseo o la pasión se toman años sabáticos.
Se dan algunos casos como el que nos cuenta E. T., de 63 años, sobre una cena fortuita con un amigo al que había dejado de ver durante mucho tiempo. Él, había sido un viejo amante virtual —justo cuando los dos eran jóvenes— porque toda su relación se había caracterizado por un enamoramiento sin consumación. Hete ahí que, justo cuando inicia la aventura de vivir lo que se le avecina y cada vez más cerca de una jubilación anunciada, se tropieza con aquél a quien nunca esperó volver a encontrar:
—La química funcionó, vaya si funcionó. Como si nos hubiéramos despedido la noche anterior y tiráramos del hilo que dejamos suspendido y en volandas. De hecho habíamos sido unos grandes parlanchines y, en ese momento, esa facilidad de palabra se había elevado al cubo. Una anécdota nos llevó a otra y todas ellas a una cena sin velas, y sin velones, por suerte para los dos.
—Y tan por suerte…
—Las horas pasaron sin darnos cuenta. Tampoco observamos cómo se vaciaba el restaurante; menos aún cómo desaparecían los platos, los vasos, el cenicero… Sólo les faltaba quitar el mantel para que pagáramos y nos fuéramos. Tanta sutileza no habría bastado de no ser porque pusieron la factura delante de nuestras narices con un golpecito para sacarnos del ensimismamiento.
—Desde luego fue fuerte el encuentro.
—Pagamos, dejamos una buena propina y salimos a la calle sin perder comba de la conversación. Él me llevó a casa. Y en el coche seguimos hablando hasta que pasamos a los prolegómenos algo torpones. Como un rayo me vino a la memoria lo fácil que resultaba «enrollarse en un Seat 600» cuando tenía veintitantos años.
—Se clavaba todo.
—Y tanto. Así que no me quedó otra que invitarle a subir. Me apetecía.
—Buena decisión o por lo menos más cómoda.
—Según como se mire porque allí sobrevino el principio del fin. Estábamos tan excitados que pasamos directamente a la acción. Pero de repente, se acabó el rollo de la película y un «FIN» gigantesco apareció en la pantalla.
—¿Qué ocurrió?
—Ni más ni menos que mi amante virtual lo siguió siendo.
—¿Sin más?
—Por más. Se paró en seco porque no acertó a entender por qué no oía su propio corazón: ¡había perdido el audífono!
—¿En plena motivación?
—Se dirá así ahora. Si alguien nos ve a cuatro piernas y cuatro manos a la búsqueda del santo Grial, les da un ataque de risa. A pesar de nuestro caricaturesco momento no lo encontramos entre las sábanas arrugadas y sin mancillar; nos acuclillamos en el suelo, y no lo hallamos; nos pusimos la ropa de mala manera y seguimos rastreando por el cuarto de baño, al que no nos habíamos acercado; por el pasillo, la otra habitación… Y no apareció. Ante tal tesitura, mi amante virtual decidió marcharse por si estaba en el coche. Me despedí porque, le dije, todavía tenía que hacerme la cama. No volví a saber de él. No me llamó. Yo tampoco.