Me va, me va… el butacón, el tresillo y el salón

Julio M., desde que se jubiló con 65 años apenas se mueve de casa y sus únicos pasos le acercan de su habitación al baño; del baño a la cocina; de la cocina al salón y una vez en el salón, al tresillo o al butacón. Depende de la postura y la posición en la que se encuentre más cómodo.

Llama la atención esta aversión a salir a la calle, a comunicarse con amigos o conocidos, a ver cómo corren los niños perseguidos por los abuelos, o cómo las sirenas de los coches de policía o ambulancias cortan el silencio.

Ante la curiosidad Carlos explica por qué prefiere las cuatro paredes de su casa al loquerío exterior:

—Durante cuarenta años ejercí, primero de ayudante de topógrafo, luego aprobé las oposiciones y pasé de acompañar y ayudar a dirigir. Luego a compaginar el cargo con un estudio privado ¿Qué han supuesto estos años de vida laboral? Pues muy sencillo. Viajar constantemente, estar a campo abierto y a través, medir coordenadas, subir cuestas, pasar mucho frío, mucho calor, cargar con teodolitos, mira, trípode, taquímetro y hacer muchas triangulaciones, que al final te dejan cuadrado y sin resuello.

—¿Tiene fobia al exterior?

—No creo que sea eso. Pero sí estoy cansado del aire, de la lluvia, de los vientos, del barro…

—¿Y cuándo el tiempo es benigno?

—Del sol, del calor, del polvo…

—Vamos, que siempre encuentra un argumento para no salir.

—Así es. Hay poca cosa en la calle que me interese o que no tenga en mi casa.

—¿Y qué opina su pareja?

—No tengo.

—¿Se debe a…?

—Se aburren conmigo o se aburren de mí.

—Pero usted tan ricamente, ¿no?

—Y tanto.

—¿En qué ocupa el tiempo que pasa despierto?

—Me he pasado la vida laboral sin ver ni un minuto la televisión. Las preocupaciones por el trabajo y la rapidez de los encargos, llegaba a los hoteles o a mi casa tan pasado de rosca que tenía que desartonillar la cabeza para que todo lo que me abrumaba me dejara descansar. En aquel entonces no pensaba, siquiera, que la tele pudiera ayudarme. Tampoco me interesaba, he de confesar.

—Ahora sí.

—Afirmativo. Ahora ponen unas series en la televisión que nada tienen que envidiar al cine. Buenos guionistas, actores desconocidos pero creíbles y solventes y tramas para comerte las uñas de los pies…

—¿Sólo ve series?

—¿Podría ver otra cosa? A lo mejor, pero no me interesan las tertulias en las que lo único que hacen es insultarse para ganar dinero. Tampoco me gustan los concursos, ni las galas de lo que sea. Sólo series.

—¿Y cuándo se acaban?

—Estrenan otras. Y, además, cuando decido salir a la calle para comprar en el mercado, de paso me compro las series que nunca vi cuando trabajaba y era más joven.

—Alguien le habrá dicho que es bueno hacer ejercicio al aire libre.

—Y lo hago cada día. Tengo en la terraza una bicicleta estática y otra máquina de andar y correr a la que se puede colocar en cuesta para sudar más. O darme un relajado paseo por los campos de tulipanes de la Holanda de mi imaginación.

—¿Cuántas horas se pasa delante del televisor?

—Las que el cuerpo aguanta, y aguanta, ¿eh? Le aseguro que son muchas. No hecho de menos otra cosa y ¿acaso me ve gordo?

—Pues no.

—No como porquerías, ni entre horas. Y aun cuando esta afición pueda parecer perniciosa, no lo es. Depende de la actitud de cada uno y, la mía, aunque me encante el butacón y salir a la calle lo menos posible, es llevar a rajatabla una alimentación sana y hacer ejercicio, aunque sea en la terraza. ¡Ah! y tome nota: mi cabeza funciona perfectamente.

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