Hay otros casos como el de Rita H., que no nos trasladan al medioevo, pero por las trazas de lo que cuenta, sí al menos a un nepotismo rural y a ciertos maltratos psíquicos. El espacio de libertad y disfrute descubierto es conmovedor. Ha iniciado sus primeros pasos con 63 años pero no está dispuesta a pararse ni a que la paren. Y eso es lo que vale su defensa y placer.
—Yo siempre he sido de misa diaria. Igual que mi madre. En realidad siempre he sido más mayor de lo que soy. Será por influencia de ella. De verdad, es la única que he vivido. Mi padre murió nada más nacer yo y mi madre se medio ahogó en un vaso de agua, a pesar de que no nos faltaba de nada. Y menos nos hubiera faltado si no hubiera dado tanto dinero a la Iglesia. Pero bueno, ella era así y, lo demás, pecado mortal.
—Entonces era bastante beata.
—No sé si se la puede llamar así, pero su vida estaba siempre en función de los rosarios —nosotras regentábamos una tienda de objetos religiosos—, las novenas, los oficios… Un verdadero diccionario de términos religiosos. Ésa era mi madre quien, además de sobreprotegerme de los hombres y las mujeres, contra los que se levantaba a diario, me marcaba el ritmo de mis creencias que, por supuesto, intentaba contra viento y marea que fueran como las suyas. Con ese celo y esa herencia ¿cómo iba a conocer varón? Los únicos a los que me he acercado han sido a los curas que: «Aun siendo hombres, hay que mirarlos de otra manera», palabras de madre.
—Un poco dura, ¿no?
—No es que me queje —o ¿sí?— con efecto retardado; el asunto es que siempre fui incapaz de enfrentarme a ella, de decirle una palabra más alta que otra, de hacer de mi capa un sayo y marcharme del pueblo porque ya lo tenía tan visto que nada ni nadie era una sorpresa. Yo, tampoco.
—Y ¿qué se lo impidió?
—Cuando murió mi madre, que en Gloria esté, yo acababa de cumplir 63 años y como algo de dinero me había quedado —ella siempre vivió sin holganzas, ni alegrías, ni despilfarros— lo primero que hice —que ya había llegado la hora—, fue arreglar el cuarto de baño como Dios manda. Colocaron una ducha de plato y una columna de esas de las que salen los chorros y chorritos al bies, de frente, por debajo y con una intensidad apabullante hacia un mismo punto. Ya sabe lo que le digo, ¿verdad? Pues eso: me dio un gusto desconocido y prolongado. «¡Señor!, me dije, ¿cómo he podido vivir sin esto? Por favor, guárdame el secreto, no hace falta que mi madre lo sepa. No es pecado. El pecado es perdérselo».
—Y ¿qué vino después del descubrimiento?
—¿Se refiere a si por fin he conocido varón?
—También, pero sobre todo, si piensa hacer otras cosas, un viaje, salir del pueblo, tener amigos, ir al cine…
—Estoy en ello. Por lo pronto, de vez en cuando me voy a Granada. De compras, a ver una película, a darme una vuelta y cuando hay nieve, también voy… más tiempo. He descubierto —lo dice con una cara iluminada, como la de los niños pequeños el día de Reyes—, que me encanta esquiar. Al principio me puse unas raquetas y anduve como un pato mareado, todo hay que decirlo, pero después quise probar con los esquís y me apunté a unas clases… El monitor, un poco menos talludito que yo, pero no un niño, es majísimo y una clase llevó a otra y a otras y, vamos, que estoy tomando cursos acelerados de cómo disfrutar de la vida fuera del pueblo y dentro del pueblo después de 60 años encerrada. Y ¿sabe una cosa? Me gusta.